


Chungui, Ciro y yo
Por Wilfredo Ardito Vega
El macabro hallazgo de Chungui refleja la impunidad de muchos militares y policías peruanos, que cometieron crímenes similares hacia miles de campesinos en los años ochenta, desde Umasi hasta Putis. Esta impunidad contrasta con la condena a cadena perpetua que también la semana pasada fue impuesta a Alfredo Astiz, el siniestro militar responsable de la tortura, asesinato y desaparición de decenas de personas en Argentina, incluyendo la fundadora de las Madres de la Plaza de Mayo.
En el Perú, en cambio, mucha gente piensa que es mejor olvidar las gravísimas violaciones a los derechos humanos que fueron cometidas y dejar que los responsables sigan viviendo tranquilos. Por eso, cuando se producían las masacres y desapariciones, era preferible pensar que las denuncias eran falsas y, en todo caso, se les justificaba asumiendo que los desaparecidos o asesinados "seguramente algo habrían hecho". Cuando, después de años de intencional olvido, la Comisión de la Verdad osó volver a recordar estos hechos, fue acusada de "reabrir heridas", más aún porque llegó a señalar que durante varios años, los de Belaúnde, los crímenes habían tenido carácter sistemático.
La indiferencia de tantas personas frente a la desaparición de sus compatriotas ayacuchanos y los esfuerzos de sus familiares por encontrarlos mostraría una sociedad profundamente insensible... pero la semana pasada, parecía que mas bien vivíamos en un país muy compasivo, al ver las multitudes desfilar conmovidas frente al cadáver de Ciro, llevando flores, rezando y llorando, tanto en Lima como en Arequipa.
Ni las víctimas de Utopía ni las de Mesa Redonda generaron ninguna respuesta colectiva semejante. Tampoco este mayor solidaridad de la población en las luchas solitarias por obtener justicia que vienen librando desde hace meses los padres de Gerson Falla, torturado y asesinado en la comisaría de San Borja, de Fernando Calderón, asesinado a quemarropa por unos policías en Palermo, Trujillo, y de Brigitte Acuña, muerta por los policías de la comisaría de Salamanca.
En este año electoral, varios medios de comunicación usaron la desaparición del estudiante como una cortina de humo que manejaron de acuerdo a las diferentes coyunturas políticas. Por eso se logró desviar la atención sobre lo evidente: que Ciro y Rosario Ponce, al adentrarse en una zona peligrosa que no conocían habían sido víctimas de su propia imprudencia, de la misma imprudencia que tantas muertes ha causado y sigue causando en el Perú y respecto a la cual las autoridades se encogen de hombros. Pero en lugar de la imprudencia, era más adecuado insinuar, irresponsablemente, que se había producido un homicidio.
Para la opinión pública es más fácil sentir empatía frente un crimen donde no existe ninguna connotación política y no se afecta el status quo. Por eso, los padres de los desaparecidos ayacuchanos, que tanto han luchado por ubicar a sus hijos y obtener justicia, han sido considerados un estorbo, mientras que a los padres de Ciro se les considera héroes por hacer lo mismo, contando el apoyo de los medios y las autoridades. Inclusive mucha gente respaldó al padre de Ciro cuando, sin prueba alguna, denunció a Rosario por homicidio. Varias personas me dijeron que, como ella tenía un hijo de una relación anterior seguramente "es mala".
De esta manera los peruanos parecen tener sentimientos muy variables en relación a los homicidios: hay personas que a priori son consideradas asesinas, mientras hay asesinos que merecen vivir en la impunidad. Y con frecuencia, hay una justificación moral: hay quienes merecen morir, quienes merecen que los maten y aquellos cuya vida no importa. Cuando hace unas semanas un juzgado declaró inocente al coronel Elidio Espinoza, muchos trujillanos se sintieron satisfechos... no porque supieran que era inocente, porque todos saben que no lo es, sino porque siendo culpable no había sido condenado.
Espero que ustedes me perdonen, pero tanta consternación general hubo en los funerales de Ciro Castillo Rojo, que me sentí incomodo porque recordé la indiferencia frente a otras tragedias. Peor aún me sentí cuando escuché a tanta gente vociferar contra la supuesta asesina. Ambas situaciones me llevaron a experimentar una sensación de distanciamiento de mis compatriotas sólo parecida a la que tuve hace años, cuando se produjo el incendio de Mesa Redonda con sus quinientos muertos, y dos días se realizaron miles de fiestas de Año Nuevo, como si nada hubiera sucedido... y detonando fuegos artificiales.
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